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domingo, enero 22, 2006

Erotismo en Bertoni

Cómo conseguir chicas. Bertoni es tal vez el poeta chileno más lascivo de nuestro frágil presente. Pero es una lujuria en cierto modo zen: el deseo como un camino a la iluminación. Un paisaje. Una forma de contemplación.
Escribir sobre Bertoni y las mujeres es hablar de un territorio inmenso, irresoluto. “Vivir es ver mujeres” dice uno de los poemas de Jóvenes Buenas Mozas y en cierto modo sintetiza el espíritu del voyeur, una suerte de coleccionismo de momentos, de imáganes, de flashes anhelantes que sólo es posible en la fotografía y la literatura.
Y Bertoni, es fotógrafo y poeta. Y las dos cosas – el mecanismo de escribir con la luz, o sea con la nada, con pedazos del vacío y el mecanismo de escribir desde la mentira, la falsedad, el fingimiento – se intercalen.

Las fotos de Bertoni son poemas y sus poemas son fotos. Comparten la misma clase de concisión, el mismo tono desprotegido, la misma ansiedad devoradora del deseo. De este modo, no es accidental que el único punto de fuga, la única vía de escape de el demoledor Harakiri (aparte del poema final) sea la sección dedicada a las mujeres. O que, en cierto modo, en el catálogo de “Bertoni en el Museo” se cuelen en medio del erotismo casi transparente de sus desnudos algunas gotas de humor o desolación: la toma del Capitán Cavernícola blandiendo una maza en la tele debajo del pubis de la mujer desnuda; o el autorretrato del final, que no parece importar demasiado pero que le da sentido al libro si uno lo lee intentando leer sus tramas secretas.
Ahí, sentado en su pieza, Bertoni se fotografía en blanco y negro, diez, quince años después de que ha sacado las fotos su modelo/novia. Las fotos están a color, predominan los rojos, predomina las superficies naranjas, los culos perfectos, las imágenes de vientres como planicies a conquistar o conquistadas.
En el autorretrato está lo contrario: el paso del tiempo, el vacío y la ausencia. Es el agujero que el mismo libro propone, la soledad que viene después del coito. Es demoledora esa foto de Bertoni porque aparece a la intemperie, solo, esperando algo que no llega. Contemplando desde el otro lado – el del que saca la foto, el de un presente en b/n frente a un pasado a colores – está Bertoni. Y no es un fenómeno azaroso, porque ese mecanismo es una pequeña trampa o cita que aparece en el texto y lo revierte todo, casi como un final sorpresa o como un clímax que hace subir y bajar al lector por los meandros del texto, que también está en “Harakiri” y en “Sentado en la cuneta”. Y no es un mal truco, porque en el fondo lo que hace Bertoni es darnos la vía de escape para sus textos, hacernos apreciar los movimientos que realiza para salvarse y salvar de paso al lector. O sea: un in crescendo que se corta o explota y se lanza al vacío.
De ahí el gusto de Bertoni, la cita de la que nadie se ha hecho cargo, en su gusto por el soul. Porque en cierto modo es fácil intentar explicaciones desde la teoría posmo finisecular, establecer ficciones desde el campo del arte o desde la crítica literaria pura y dura. Pero es ese gusto por la música negra lo que ata todo lo demás.
Así, basta pensar en Bertoni como uno piensa en “The Comminments”, la banda y los protagonistas de esa vieja película de Alan Parker sobre una banda de soul irlandesa que vive y muere en el suburbio pero que se comprende a sí misma como negros: el lugar más bajo de la cadena de producción, los habitantes de la miseria del hombre – esa de la Gonzalo Rojas tanto parlotea –, el guetto como un espacio físico intercambiable, como patria común.

En la cuneta. Porque en el fondo se trata de una cuestión de soul. O de funk. Bertoni como el verdadero padre funk de la cultura letrada nacional. Un autor que en cierta medida se ilumina con el olor o el perfume de los dedos que han visitado el sexo femenino. En ese contexto, el erotismo que Bertoni promueve es un erotismo negro, una sexualidad soul, melómana que linda con la epifanía. No deja de ser un mérito. Bertoni supera en eso a Parra –para quien el sexo es un chiste o una broma, Parra más como Woody Allen y menos como Larry Flint – porque en el terreno de la exhibición erótica prefiere el candor al cinismo, la esperanza a la intelectualización. Los poemas de Bertoni se vuelven en ese punto tan diáfanos que llegan a esconder todos sus trucos para no hacerlos aparecer jamás.
Basta pensar en “Sentado en la cuneta”: un viejo racconto del barrio – su Brooklyn paraticular – donde una larga lista de conocidos se encadena en la memoria. Ahí, Bertoni recuerda de manera evanescente y nocturna una larga galería de personajes pero también sugiere un modo de hacer memoria: escribir sobre lo mínimo, sobre el rumor y la soledad, como si se hablara de un pasado al que es imposible de volver jamás. Es en cierta medida una canción soul, a pesar de que cite directamente a Doris Day. Un poemario sobre el lamento, los dardos del recuerdo lanzados sobre las habitaciones vacías que en la mente o en el poema aún aparecen llenas, pobladas y vivas. Por supuesto, es un recuerdo sin compasión. Descarnado.
“Sentado en la cuneta” hace el camino inverso a la obra beatnik, promueve al poema como una nota al pie antes que un atletismo redentor y configura una obra suburbana donde no importa el viaje o el aprendizaje sino las señales de la memoria como caminos o faro que permitan recordar un mundo perdido. Ese mundo, por supuesto, es una canción, es música: a ratos un lamento, a ratos un síncope, a ratos lírico, casi siempre terrestre.
Objeto soul, “Sentado en la cuneta” propone zonas que se desmarcan del camino conceptual de la poesía chilena y se interna en cronismo cansado de una época perdida. Bertoni recuerda: recuerda los escenarios felices y los juegos de la crueldad, recuerda los cuerpos y quienes los poseyeron, recuerda los rincones y los jardines. Es en cierto modo un mundo anterior a la cultura letrada, pretérito del universo de la poesía.
La memoria como un relato discontinuo, extraño, un laberinto que Bertoni desenreda casi como si no lo quisiera, al vuelo, preocupado en el fondo de otras cosas. Pero el poder del recuerdo le pega en la cara, es casi insoportable y vívido. Intenso en una densidad que sólo es posible si el texto deja de hacer efectos especiales y se sumerge en la zona muda de las imágenes que están a punto de perderse. O sea: leo “Sentado en la cuneta” y comprendo el universo de Bertoni más que con cualquier otro libro. Es su momento Motown, su Atlantic City. Es esa misma zona donde Sam Cooke canta o James Brown salta. Donde Tina aún no se ha separado de Ike. Es el final de los cincuenta y ahí reina una estática que la literatura chilena jamás ha narrado con demasiada eficacia: el mundo de la esquina, el mundo donde la ciudad es imposible de comprender y la vista se encarga de descifrar a partir de lo mínimo, de las señales de tiza en el suelo, los pelotazos y el polvo y las marcas de auto y todos los detalles inútiles que la memoria puede abordar, detalles imbéciles o nimios pero que en cuyo interior radica el fondo de las cosas.

2 Comments:

  • Me parece que esas fotos so muy crudas, no veo ni una sutileza en ellas, sin embargo, el articulo es muy interesante, denota gran conocimiento del autor y su trabajo en todas las areas.

    By Anonymous Anónimo, at 23 enero, 2006 13:09  

  • Si, son crudas, pero por que iba a ser erotico solo las que tienen las luces estudiadas? Ademas, respetemos el arte del fotografo. Tal como dice ahi, es la mina a la que el deseaba y retrato a la mina tal como el la queria ver.
    saludos y gracias por tus comentarios

    By Blogger El Rajá Rafa, at 23 enero, 2006 16:13  

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